Solemos pensar en la ansiedad como algo visible, evidente, imposible de ignorar. Y muchas veces puede serlo, como cuando se expresa en forma de inquietud mental incontrolable, palpitaciones o sudoración excesiva.
Pero no siempre se manifiesta así.
Muchas veces aparece de formas más sutiles, casi disfrazada. Y no por eso deja de generarnos malestar.
De hecho, algunas de sus formas más camufladas son aquellas que la sociedad tiende a premiar o celebrar.
Para mí, estas son algunas de las más comunes:
Productividad excesiva:
Estamos siempre haciendo, siempre apuradas, siempre ocupadas. Porque detenernos implicaría escuchar eso que no queremos oír (o sentir).
Y entonces la ansiedad se cuela en listas interminables, en la urgencia de hacer, en no poder parar.
Hipercontrol:
Rutinas rígidas, planes que no toleran un mínimo desvío, agendas sin espacio para lo imprevisto.
A veces el control es un intento desesperado por no sentir que todo puede desmoronarse.
Perfeccionismo:
Cuando nada nos alcanza, todo nos irrita y sentimos que nada de lo que hagan los demás es suficiente.
Detrás de esa exigencia constante, muchas veces hay un sistema nervioso en alerta permanente.
Insomnio:
El cuerpo agotado, pero la mente en loop. Rumiar pensamientos una y otra vez, cuando lo que más necesitaríamos es descanso.
Autosuficiencia forzada:
Aunque necesitemos ayuda, no la pedimos. No nos animamos a mostrarnos vulnerables.
Y así, sostenerlo todo solas parece una virtud… cuando en realidad puede ser una señal de alarma.
La ansiedad a veces grita. Pero muchas otras susurra.
Y cuanto más disimula, más se instala.
Escucharla —aunque venga disfrazada— puede ser un acto de amor propio.
Porque detrás de todo estado de ansiedad, hay un mensaje que nuestra salud mental necesita develar.