Imaginá esta situación: estamos charlando con nuestra pareja o con un hijo, y de pronto dice o hace algo que nos descoloca. Que, de buenas a primeras, nos enoja. O estamos manejando y el auto de al lado hace una mala maniobra y nos tira el auto encima. O en medio del día más tranquilo, llega un mail que nos quita la paz.
Frente a todas estas situaciones, tenemos dos opciones. La primera es REACCIONAR, discutir con nuestra pareja o hijo; gritar y tocarle la bocina al auto en la calle; contestar el mail en el momento desagotando la rabia que nos genera. O por lo contrario, evitar el conflicto, y las emociones que surgen en mí, representadas en sensaciones físicas evidentes o sutiles. La segunda opción es observar, esperar, y luego RESPONDER, desde un lugar de calma y reflexión.
Cuando reaccionamos, es nuestro ego el que habla. Nos sentimos heridos en él, y pensamos que debemos defendernos. Pero la mayoría de las veces lo que el otro hace tiene mucho más que ver con él que con nosotros. Lo que el otro dice o hace no nos refleja, es solo su propia forma de ser manifestándose. Por eso, reaccionar desde el ego es la forma menos inteligente (y menos saludable) de actuar.
En cambio, la mejor forma de ejercer nuestra libertad de acción es no reaccionar. Es observar, no discutir ni pelear o tratar de cambiar las cosas. Lo que en criollo definiríamos como “no engancharnos”. Es ser el observador y no el actor. Es no dejar que las urgencias del mundo nos tomen, sino marcar nuestro propio ritmo. Y, así, alcanzar la mejor libertad: la de ser libres de todo el proceso.