Qué fuerte nos suena la palabra “fracaso”, ¿no? Qué pesada se nos hace, e incluso qué temor nos genera a veces.
¿Por qué tendemos a huir del fracaso? ¿Por qué nos cuesta tolerarlo?
Creo que en gran medida tiene que ver con la carga que ponemos sobre qué es un fracaso y la finitud con la que lo percibimos.
¿Y por qué digo finitud? Porque justamente creo que ahí está la clave. Wabi-sabi, el término japonés que hace hincapié en la belleza de la imperfección y de la impermanencia, nos invita a reflexionar sobre los fracasos no como hechos determinantes en nuestra vida, sino como experiencias de aprendizaje, en una historia de vida continua, que no está acabada, sino en constante movimiento.
Pensemos por un momento “a lo Wabi-Sabi”… ¡Qué alivio darnos cuenta de que nada es permanente y que todo pasa! ¿No? ¡Qué liviano se vuelve todo cuando frenamos a pensar que la perfección no existe, porque todo está en continua transformación, porque cada uno tiene su propia valoración sobre las cosas!
Entonces, con esto en mente, ¿qué tal si pensamos a los fracasos como instancias en las que sencillamente nos equivocamos en algún aspecto, para tomar de allí otro aprendizaje aún mayor?
¿Qué tal si valoramos el coraje que tuvimos al intentar algo y exponernos a las miles de posibilidades sobre sus resultados?
¿Y si descansamos en la certeza de que no es necesario que sepamos todo, sino que estamos para aprender?
¿Si reformulamos nuestra visión de éxito y, en vez de pensar en metas para el fin del camino, pensamos en cómo queremos sentirnos durante el viaje de nuestra vida?
El fracaso no dura para siempre.
Cada día es un nuevo comienzo.
Cuando dejamos de tratar de ser perfectos, le quitamos al fracaso el peso agobiante, y lo tomamos más bien como una prueba de resiliencia.
Podemos elegir cómo reaccionar ante el fracaso: aferrándonos a él, con reproches; o aprendiendo de él, para avanzar y progresar gracias a él.
¿Qué les parece? ¿Se animan a reformular el fracaso?